viernes, 21 de febrero de 2014

Kuma

Hay un trasfondo intimo y personal en la historia de "Kuma" si pensamos que su director, Umut Dag, es un austriaco de origen turco. Dag rebusca en sus orígenes para construir una historia que confronta dos culturas dentro de una única unidad familiar, de esta oposición nace un discurso en donde la incomprensión, la resignación y la aceptación toman las riendas de una realidad sometida al peso de la tradición. La propuesta de Dag irá dejando traslucir las diferencias sociales existentes entre miembros familiares de distintas generaciones, así como la voluntad de dejar atrás las más arraigadas costumbres. Tanto la oposición a las creencias como su aceptación transcurren en el hogar familiar, configurándose así un espacio único en el que se concentra toda la tensión emocional y donde los personajes, con sus actitudes cotidianas y sus cruces de miradas y cuchicheos, serán los verdaderos exponentes de la decadencia cultural que está teniendo lugar. La sinuosidad del hogar, sus habitáculos y pasillos serán el escondite ideal donde se dejará traslucir el verdadero sentir que palpita en los personajes que lo habitan.

El filme comienza con un desarraigo, la joven Ayse (Begüm Akkaya) será obligada a casarse dejando atrás su pequeño pueblo en Turquía para comenzar una nueva vida, junto a su marido, en Viena. Un destierro involuntario que sirve de punto de inflexión para señalar el origen del cambio y que a su vez marca el comienzo de una ruptura con las raíces de nuestra protagonista. Con el paso del tiempo esta distancia con su Turquía natal, y su consiguiente cercanía a otra cultura, servirá para propiciar el deseo de cambio latente en Ayse, un cambio que si bien encuentra su origen en la distancia, terminará de culminarse gracias a los reveses del destino, los cuales servirán de invitación a Ayse para buscar su propio camino, hacerse dueña de su existencia y alejarse del sacrificio que supone entregar tu vida a la voluntad de los demás.  Así pues, "Kuma" es la historia de una transformación personal, de una evolución en la manera de sentir la vida y de afrontarla; una suerte de adaptación al entorno que llevará a Ayse a transitar por un proceso de cambio que va de la resignación inicial a la reafirmación personal y que en su tramo final buscará un equilibrio casi imposible.

domingo, 16 de febrero de 2014

La herida

Nada más comenzar la película un primer plano nos descubre el rostro de Ana (intensamente interpretada por la premiada Marian Álvarez), todo parece estar en calma hasta que un mensaje en el móvil se convierte en el desencadenante de un ataque de ansiedad. La respiración se acelera y el gesto tranquilo da paso a la angustia. Ana comienza a andar y nosotros la seguimos tan de cerca como nos es posible, ella es el centro de la acción y su entorno no es más que una mancha difusa y fuera de foco que da contexto a sus acciones. Desde este primer momento, y durante los próximos 95 minutos, la cámara no la abandonará, convirtiéndonos en cómplices y testigos de su deambular, enfrentándonos a su intimidad y arrastrándonos a una vorágine autodestructiva  a través de la cual intentaremos comprender el por qué de sus acciones. 

El director, Fernando Franco, expone las directrices estéticas de "La herida"  ya desde su primera secuencia, asumiendo que su posición tras la cámara es exactamente igual a la nuestra frente a una sala de cine. La honestidad y la transparencia del relato, evitando cualquier interferencia que anule la directa comunicación entre el espectador y su protagonista, convierte a su director en un "voyeur" que se debate entre la angustia de ver y el morbo de conocer. Como sucede en las películas de los hermanos Dardenne ("Rosseta", "El hijo", "El niño") el centro neurálgico de toda acción empieza y acaba en un mismo personaje, sus quehaceres, su cotidianidad, sus vivencias y experiencias más personales son el todo en un relato dónde la cercanía con la realidad busca traspasar las fronteras de la intimidad para imponer una suerte de hiperrealismo, cuyo único fin es la búsqueda de la objetividad.

lunes, 10 de febrero de 2014

Nebraska

Nadie parece conocer el pasado que encierra la historia de Woody Grant (Bruce Dern), nadie excepto él mismo aunque a él no parezca importarle demasiado. Salvo algunas pinceladas el espectador tampoco conocerá toda su historia pero podrá entrever, e incluso comprender, la actitud de un personaje soberbio, malhumorado y condescendiente que oculta un buen corazón bajo las sombras de una vida que ha conseguido arrebatarle toda ambición.

Woody es un hombre que se reafirma así mismo, un anciano alcohólico cuya vida no es más que el resultado de una serie de acciones pasadas que se le antojan irrefutables e incluso ajenas y donde sólo hay cabida para el momento presente. El personaje interpretado por Bruce Dern es el resultado de una larga espera, el emblema del sueño americano venido a menos, un hombre carcomido por el orgullo y cuya conciencia de lo pasado como algo incuestionable lo deshumaniza y lo sitúa en una realidad atemporal dónde el espacio y el tiempo parecen detenerse para dar lugar a un universo confinado a un eterno y monótono presente.

Alexander Payne muestra en su último trabajo una absoluta coherencia con su cine y sus ideas, consiguiendo crear un universo propio en el que la sutileza y la ligereza narrativa toman las riendas a la hora de evidenciar la existencia de unos personajes heridos emocionalmente y desubicados en su propia realidad. Todas sus historias, y en especial  "A propósito de Schmidt" y "Los descendientes", arrancan a partir de un hecho dramático que desvirtúa la realidad en la que descansan sus personajes; en este sentido "Nebraska" es un referente más al tomar como punto de partida la llegada de una carta que hace entrega de un millón de dólares a su destinatario. Si bien este acontecimiento es menos dramático que en sus anteriores trabajos, supone el inicio de un viaje desolador hacia un tiempo pretérito. La mayor virtud de Payne consiste en huir del dramatismo superficial para crear un mayor acercamiento con la realidad, ocultando así la complejidad emocional de sus personajes bajo un telón de frialdad y distanciamiento en el que impera la dignidad de sus personajes.

lunes, 3 de febrero de 2014

Nymphomaniac Vol. 2

Tal y como reconoce Joe (Charlotte Gainsbourg) la percepción de la realidad cambia en función de la perspectiva desde la que se mira. Lars Von Trier parece respetar esta máxima a la hora de abordar la narrativa de Nymphomaniac; en manos de su director pareciese que el naturalismo no es una opción, optando por intelectualizar su discurso y proponiendo una realidad disonante, en la que las palabras toman el control frente a las acciones y dónde algo no termina de encajar con la realidad. Hay algo de irreal en la propuesta de Trier, algo que escapa al naturalismo y abraza el desasosiego de "lo real", es como si el director quisiera exponer lo que se oculta bajo la realidad, como si quisiera desnudar dicha realidad de cualquier vestigio que pudiese ensombrecer la comprensión última de lo que se nos cuenta.

Lars Von Trier lucha por despojar a la realidad de todo aquello que le sobra para que avancemos en la comprensión de lo que se nos cuenta. Recordemos la falta de decorados en "Dogville" o las metáforas visuales asumidas como espejo de la lucha interior de un personaje en "Melancholia". Para esta ocasión Trier busca la oposición radical entre dos personajes para confrontar dos realidades al borde de lo inverosimil. Seligman (Stellan Skarsgård) y Joe son figuras ejemplares en el universo que Lars Von Trier quiere exponer, sus acciones y sus vidas interpelan a la falta de credibilidad y su ejemplaridad parece sacada de un libro de psicoanálisis. En última instancia la transferencia psicoanalítica será el medio a través del cual el director se sirva para llevar al paroxismo la historia de dos seres incapaces de huir a su razón de ser, dos seres cuya realidad queda supeditada a la fuerza de las ideas y a la carga simbólica que plaga un universo abocado a la autodestrucción, dos seres sometidos a su destino.